sábado, 17 de diciembre de 2011

The Wild Blue Yonder

Esta es la segunda incursión que realizo en la singular y, muchas veces, estrafalaria filmografía de Werner Herzog, un director que, ni mucho menos, se encuentra entre mis favoritos pero, para bien o para mal, tiene una gran capacidad para sugestionarme y no dejarme indiferente, y por ello le admiro. 

La primera entrada fue sobre el documental Grizzly Man, la historia de Timothy Treadwell, aquel chiflado que amaba tanto a los osos grizzlies que, junto con su novia, murió devorado por uno de ellos. Esta vez, Herzog se apoya en el subgénero conocido como falso documental, para contar la historia de un alienígena (Brad Dourif, conocido por sus papeles de Lengua de Serpiente en El señor de los anillos y Doc Cochran en la serie Deadwood) que denuncia desde la Tierra cómo su planeta de la galaxia Andrómeda ha desaparecido y los de su especie intentaron sin éxito colonizar la Tierra. Además, critica como los hombres están cayendo en los mismos errores que los de su especie y cómo intentan, en vano, buscar una alternativa a un planeta exhausto por la sobreexplotación humana.

Lo realmente interesante del film se encuentra en el uso de imágenes de hechos reales en una historia ficticia y fantástica, cambiando por completo su significado, logrando escenas verdaderamente subyugantes que hipnotizan por la música que emplea y la belleza de las mismas, como las de los astronautas en el espacio o las escenas de los buceadores bajo esa onírica atmósfera acuática. El único pero radica en que, por momentos, abusa de este recurso, consciente de su validez y calidad, cayendo en la reiteración.
Por lo demás una película que, a los que les gusten las salidas de tono del amigo Herzog, no decepcionará, e incluye un par de gags marca de la casa.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Espartaco


Esta entrada de hoy es una antigua crítica que tenía publicada en la web filmaffinity. La he retocado un poco, básicamente porque nunca quedo contento del todo con el resultado final de las entradas, y si no me pusiera impedimentos a mí mismo, estaría cambiándolas hasta el día del juicio. De todas formas, esta crítica lo requería, aunque en esencia sigue siendo la misma. 

Creo que Espartaco fue la cuarta o quinta película que dirigió Stanley Kubrick. Por aquel entonces no debía ser un director consolidado y aun estaba bajo la férrea intransigencia de los productores y Kubrick no podía ser Kubrick, demostrar todo lo que llevaba dentro. Normalmente esta situación no es en absoluto positiva, pues no permite aflorar el talento del genio, pero en mi opinión, "Espartaco" es la mejor película de Kubrick, me gusta mucho más que otras películas consideradas mas kubrickianas como La naranja mecánica (1971) o El resplandor (1980). Y el tanto se lo debe anotar Issur Danielovitch Demsky, conocido artísticamente como Kirk Douglas, un judío americano de padres rusos que fue el productor ejecutivo, y antes de contratar a Kubrick, puso bajo la dirección a Anthony Mann, al que despidió para conseguir esta obra maestra, que pasará a la historia como la mejor película "peplum" que ha parido el séptimo arte.

Douglas y Kubrick, en el rodaje de Espartaco
La lucha de un esclavo que se rebela contra el poder de Roma para liberar a los oprimidos fue la historia perfecta para encumbrar a Douglas como uno de los grandes iconos de los cincuenta y de siempre. Las intenciones de Espartaco fueron dirigidas hacia la liberación de los esclavos de la península itálica para después poder huir de la misma y así tener una vida digna más allá de las fronteras del Imperio Romano. Su sacrificio contribuyó a la caída del sistema esclavista romano y, a partir de entonces, la vida del esclavo romano sería distinta.

Al margen de la valía de la película como testimonio histórico, las interpretaciones resultan fabulosas, llevadas a cabo por reparto difícilmente igualable: Kirk Douglas, Jean Simmons, Laurence Olivier, Charles Laughton, Peter Ustinov, Tony Curtis, Woody Strode...
La duración del film (unas 3 horas) se compensan con el ritmo de la película, que alterna las escenas en Roma en las que el senado debate qué hacer con Espartaco, con las del propio Espartaco arrasando todo lo que encuentra a su paso, hasta finalizar con el trágico final en Apulia.
Además, la película alberga una de las mejores escenas de la historia del cine, en las que los fieles seguidores de Espartaco corean la célebre frase "Yo soy Espartaco"... una escena mítica que a servidor todavía le pone los pelos como escarpias. Una película emocionante, trepidante y muy humana que sin duda está entre las 20 mejores películas de la historia.

martes, 27 de septiembre de 2011

Christopher Plummer

Como la gran mayoría de actores consagrados, su éxito cinematográfico vino precedido de una extensa carrera teatral, forjándose con los textos de Shakespeare y de los clásicos griegos. Comenzó a tener reconocimiento, bien por sus interpretaciones, el éxito entre el público de la película o bien por la calidad de la misma, a raíz de su intervención en La caída del Imperio Romano (Anthony Mann, 1964). Su papel de Cómodo no pasó desapercibido entre tanta estrella, una composición más comedida comparada con la de Joaquin Phoenix en Gladiator (2000) en una historia con muchos puntos en común.


No obstante, la película por la que siempre será recordado es Sonrisas y lágrimas (Robert Wise, 1965), donde dio vida al Capitán Von Trapp, un estricto militar que educa a sus hijos como tal, pero desde que enviudó, decide encargar la educación de sus hijos a una institutriz, Julie Andrews, de la que quedará prendado. El apuesto capitán se convirtió en su papel más mítico, con el que se atreve incluso a cantar y tocar la guitarra. Fruto de un éxito bien digerido, Plummer continuó por esta misma senda con El hombre que pudo reinar (John Huston, 1975), en la que pudo hacerse un hueco  entre los gigantes Sean Connery y Michael Caine, interpretando a un estupefacto Rudyard Kipling que presta atención, como si del propio espectador se tratara, a la fascinante historia de aventuras que un harapiento Michael Caine le narra.

Plummer en La última estación
Su carrera sufrirá un progresivo deterioro, como les sucedió a tantas primeras figuras de los 60 y 70, en la década de los 80, donde lo único destacable fue su colaboración en la serie El Pájaro Espino (1983). No fue hasta mediados de los 90 cuando consiguió remontar el vuelo, llegando a ser lo que es en la actualidad, uno de los actores secundarios de cierta edad mejor valorados. Prueba de ello es la gran cantidad de películas, la mayor parte grandes producciones americanas, en las que participa, y por las que su rostro es conocido hoy día: Doce Monos (Terry Gilliam, 1995), El Dilema (Michael Mann, 1999), La Búsqueda (Jon Turteltaub, 2004) o El Nuevo Mundo (Terrence Malick, 2005). A pesar de sus 81 años, ha conseguido papeles como protagonista, algo complicado tal y como está hoy en día la industria, ávida de rostros juveniles, y además con un éxito notable. Su interpretación de León Tolstói en La última estación (Michael Hoffman, 2009) le permitió pelear por el oscar, aunque incomprensiblemente encuadrado en la categoría de mejor actor de reparto, pero haciendo justicia, eso sí, a una carrera que merecía al menos la nominación.

Otros títulos importantes de su filmografía:

La rebelde (Robert Mulligan, 1965)
La noche de los generales (Anatole Litvak, 1966)
Waterloo (Sergei Bondarchuk, 1970)
El regreso de la pantera rosa (Blake Edwards, 1975)
Jesús de Nazareth (Franco Zefirelli, 1977)
Asesinato por decreto (Bob Clark, 1978)
Lobo (Mike Nichols, 1994) 
Una mente maravillosa (Ron Howard, 2001) 
Plan Oculto (Spike Lee, 2006) 
El imaginario del doctor Parnassus (Terry Gilliam, 2009) 
Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres (David Fincher, 2011)

martes, 23 de agosto de 2011

Stewart y Mann: en las fronteras del Far West

James Stewart (izq) y Anthony Mann (centro)
¡Hoooooola cinéfilos! Siento haberme ausentado tanto, el deber y mi escasa disciplina han sido los culpables del abandono temporal del blog. Cosas de la voluntad. Y la pereza. Mea culpa.

Pronunciadas las disculpas, hoy quería  poner en el lugar que corresponde a uno de mis actores favoritos, un clásico que brilló a la luz de Hitchcock, Preminger, Ford y tantos otros genios. No es otro que James Stewart, concretamente en ese matrimonio profesional con Anthony Mann que tantos buenos frutos dio a un género por entonces en pleno apogeo: el western. 
Todo gran director que se precie contaba con su propia musa en la que plasmar sus ideas y, a su vez, en ese juego recíproco de la creatividad, servirse de ella como fuente inagotable de inspiración. De esta manera, hemos disfrutado de productivas parejas del celuloide como Scorsese y De Niro, Burton y Deep, Kurosawa y Mifune, Wilder y Lemon... 
James Stewart y Anthony Mann trabajaron codo con codo en 5 películas entre 1950 y 1955. La primera manifestación de esta colaboración fue Winchester 73, quizás la más célebre de todas. En ella la trama gira en torno al famoso rifle de repetición. Lin McAdam (Stewart) irá tras la pista del rifle que ganó justamente en un concurso, pero que su propio hermano, Dutch Henry Brown, le arrebata para pasar por diferentes dueños a lo largo del film. Esta búsqueda le servirá no sólo para recuperar el winchester, también para vengar el asesinato de su padre, muerto a manos de su propio hermano.
Esta labor conjunta se consolidaría con Horizontes Lejanos (1952), la ancestral historia de la búsqueda de redención huyendo del pasado hacia una nueva vida en la que, lógicamente, los fantasmas reaparecerán. Después vendría Colorado Jim (1953) para retomar el tema de la venganza de Winchester 73 desde otra perspectiva, esta vez alimentada por la codicia, otorgando al personaje de Stewart una conducta injustificada moralmente. Un año después, se estrenó su cuarta colaboración, Tierras Lejanas. Mann incide en la misma temática: venganza, codicia, huida de un pasado oscuro... pero esta vez a través de unos personajes más ricos en matices, en los que lo bueno y lo malo no resulta tan evidente como en las anteriores. Este magnífico tándem pondría su broche final con El Hombre de Laramie (1955), donde el pasado vuelve a jugar un papel crucial que determina la motivación de Will Lockhart (Stewart): encontrar a los comerciantes que vendieron armas a los indios que mataron a su hermano. La producción de ambos pudo verse ampliada en 1957 con la película La Última Bala. Desgraciadamente, Mann se desinteresó pronto del proyecto, pues consideró que era un guión demasiado mediocre y fue sustituido por un director de menor categoría, James Neilson.

viernes, 8 de abril de 2011

Gil Parrondo, decorados "made in Spain"

Mucho antes de que Almodóvar, Bardem, Pe y compañía conquistaran Hollywood, hubo otros profesionales de nuestro cine, de menos campanillas pero tan superdotados en lo suyo como aquellos, que triunfaron y aportaron ese talento a las grandes producciones norteamericanas de los sesenta y setenta. Uno de ellos fue el decorador de cine, televisión y escenógrafo teatral Gil Parrondo. Su buen hacer fue reconocido con dos oscars a la mejor dirección artística por Patton (1970) y Nicolás y Alejandra (1971), ambas del director Franklin J. Schaffner, aunque también es cierto que trabajó en otras películas oscarizadas en las que no se reconocía  su trabajo en los títulos de crédito, por lo que pudo conseguir alguno más. El único español que ha logrado igualar esta marca es Pedro Almodóvar.

Sus primeros pasos los dio como ayudante del decorador alemán Sigfried Burmann, uno de los más influyentes decoradores de España, con el que colaboró en películas como Los últimos de Filipinas (1945) o Lola la Piconera (1950). Tras unos años en los que trabaja, por fin, como decorador titular, participará en una de las primeras superproducciones hollywoodienses que se rueda en nuestro país, Alejandro el grande (1955), que contaba con actores de la talla de Richard Burton y Claire Bloom. Aunque la experiencia que adquirió en el rodaje fue innegable, la relación con el director no resultó la más deseada:

"La relación que mantuve con (Robert) Rossen fue absolutamente nula. Le conocí, por supuesto, y hablamos cuando localizábamos, pero la colaboración mía era directamente con el director artístico...".

Teatro Price en El maravilloso mundo del circo
En los años 60, Parrondo se unió a las superproducciones rodadas en España por el magnate Samuel Bronston, como Rey de reyes (1960), El Cid (1961) y El fabuloso mundo del circo (1964), en las que conocerá a actores míticos como Claudia Cardinale, John Wayne o Ava Gardner y donde se pueden ver localizaciones elegidas por Parrondo como El Teatro-Circo Price de Madrid en El fabuloso... o la fachada de la Catedral de Burgos en El Cid. Más adelante, continuará su brillante trayectoria con proyectos de menor envergadura económica, como los realizados con Ray Harryhausen y el maestro de las maquetas Emilio Ruiz del Río, pero igualmente satisfactorios a nivel personal, ya que tuvo que diseñar decorados muy imaginativos y de una gran dificultad técnica, como los interiores del submarino Nautilus para La isla misteriosa (1961).

Doctor Zhivago
Su inagotable talento no pasó desapercibido para el director David Lean, quien rodó Lawrence de Arabia  (1962) y Doctor Zhivago (1965) en España. Parrondo no aparecía en los créditos finales, pero colaboró en encontrar las mejores localizaciones posibles y diseñar los interiores. En Doctor Zhivago, la idea de la casa helada de Lara surgió de una casa fotografiada por Parrondo en los Pirineos, en la que una ventisca había cubierto la chimenea de nieve por una ventana rota. En cuanto a Lawrence de Arabia, la localización de la ciudad de Aqaba también fue mérito de Parrondo, quien la situó en un lugar conocido como El Algarrobico, Almería.

La trayectoría de Parrondo, afortunadamente, no ha acabado. Su última participación la encontramos en la película española Pájaros muertos (2008) y de entre su larga filmografía podemos destacar, además de las ya mencionadas, las siguientes películas, que no harían sino resaltar aun más su categoría, elevándolo a uno de los mayores valores de nuestro cine, y de los menos reconocidos:

- Orgullo y Pasión (1956, Stanley Kramer).
- Espartaco (1959, Stanley Kubrick). Sin acreditar.
- 55 días en Pekín (1962, Nicholas Ray). Sin acreditar.
- La gran esperanza blanca (1969, Martin Ritt).
- Viajes con mi tía (1972, George Cukor).
- Robin y Marian (1976, Richard Lester).
- Volver a empezar (1982, J. L. Garci).
- El abuelo (1998, J.L. Garci). 

miércoles, 30 de marzo de 2011

Jean Jacques Annaud


La famosa frase de Hitchcock que decía "Nunca trabajes ni con niños, ni con animales ni con Charles Laughton" no creo que le resultara familiar a Jean-Jacques Annaud. Más que por los niños o por el propio Laughton, con los que no  ha rodado nunca, por los animales, ya que en dos de sus doce películas,  El oso (1988) y Dos hermanos (2004), el hombre cedía su habitual protagonismo a la fauna salvaje para ser casi una comparsa. Sin embargo, sus trabajos más destacados son otros, nada que ver con estos productos de consumo familiar, dicho sea sin ofender, ya que son bastante meritorias y no dejan de tener escenas mágníficas en las que a menudo te preguntas: ¿Cómo narices ha conseguido que el animal haga eso? ¿Y cuantas tomas rodó? Pero como iba diciendo, sus éxitos son otros films, tres en concreto.

El primero de ellos fue En busca del fuego (1981), una de las mejores recreaciones de la prehistoria hasta la fecha y que disfruta de gran reconocimiento, no sólo por sus valores cinematográficos, sino por sus pretensiones anotropológicas. Evidentemente, siempre será mejor consultar un manual de Paleolítico si lo que se busca es rigor histórico pero, sin duda, las aportaciones de Desmond Morris y Anthony Burgess en la creación de un idioma para la tribu de neandertales le concedían altas cotas de credibilidad, que además salvaba con creces el hándicap de hacer una película sin diálogos comprensibles para el espectador.

El segundo de sus logros sería adaptar la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa (1986), una trama policiaca en la que el dúo protagonista, Fray Guillermo de Baskerville (Sean Connery) y Adso de Melk (Christian Slater), al modo de un tándem Sherlock-Watson del medievo, investigan una serie de asesinatos en una abadía benedictina del norte de Italia. Las limitaciones que ofrece el cine respecto a la literatura, obligaron a Annaud a desprenderse de la fuerte carga filosófica que enriquecía a la novela para quedarse con la historia de intriga, decisión que, por otro lado, resultó ser un completo acierto, dada la dificultad de hacer una adaptación tan minuciosa.

El último en discordia sería el film bélico Enemigo a las puertas (2001). En él, Annaud dirige un excelente duelo entre un pastor de los Urales, Vasily Zaitsev (Jude Law), y un aristócrata prusiano, el mayor König (Ed Harris), que se sirve de la batalla de Stalingrado para enmarcar su desarrollo y ofrece, además del duelo, una magnífica puesta en escena de la contienda, desde la lucha encarnizada por las calles de la ciudad hasta  el cruce de las tropas rusas por el Volga.


Filmografía Selecta

La Victoria en Chantant (1976)
En Busca del Fuego (1981)
El Nombre de la Rosa (1986) 
El Oso (1988)
Siete Años en el Tíbet (1997)
Enemigo a las Puertas (2001)
Dos Hermanos (2004)
Oro Negro (2011)

Nameer El-Kadi, Everett McGill y Ron Perlman en En Busca del Fuego
Sean Connery y F. Murray Abraham en El Nombre de la Rosa
Brad Pitt en Siete Años en el Tíbet
Jude Law en Enemigo a las Puertas

jueves, 24 de marzo de 2011

La princesa Mononoke


Nunca he sido muy de cine manga (o anime, todavía no me ha quedado claro), es más, me parecía cosa de niños o frikis. Con ello no quiero justificarme ni ser tan pretencioso como para vender objetividad. Más bien al revés, es la mirada de un profano en la materia que ha visto con escepticismo su primera película manga y le ha sorprendido gratamente. Esto no significa que me guste el género, claro está, de hecho me sigue costando un mundo sentarme a ver alguna, pero sí reconozco que, si rebuscas bien, puedes encontrar buena materia prima.

Para andar sobre seguro, busqué información sobre quien era el director con más prestigio dentro del mundillo y, entre algunos autores que ahora no recuerdo, surgía con fuerza el nombre de Hayao Miyazaki. Como el  quid estaba precisamente en apostar a caballo ganador, me decidí por él y una de sus películas mejor valoradas en Filmaffinity, La princesa Mononoke (1997), y ¡algo tendrá el agua cuando la bendicen!. Ashitaka, príncipe Emisi, ve como un jabalí endemoniado arrasa todo lo que encuentra a su paso y hace peligrar la paz en su aldea. Le dará muerte, pero sufrirá una herida que le causará una terrible maldición, por lo que deberá partir en solitario al lugar de origen del jabalí para encontrar una cura.

Unos bichitos muy salaos que aparecen en la peli
Estos primeros trazos apenas nos dan una vaga idea de la fábula ecologista que Miyazaki irá moldeando, una historia imperecedera sobre la destrucción humana de la naturaleza, capaz de transmitir de un modo muy sui generis el espíritu de las novelas de London o Kipling. El hombre, en su afán de enriquecimiento, y lejos de conformarse con lo necesario para su subsistencia, explota los recursos que le ofrece la tierra hasta el agotamiento, arrasa bosques, esquilma caladeros, seca ríos y socava yacimientos. Entonces, las fuerzas de la naturaleza se unen contra la falta de convivencia humana, lo salvaje surge con fuerza dando un golpe sobre la mesa, a sabiendas de que el colmillo y la garra no bastan ante el metal de las armas del hombre.

Es una historia bien narrada, con un particular misticismo que profundiza en ese sentimiento ecológico dándole otra dimensión, y de gran poderío visual, contiene excelentes escenas como la muerte del jabalí del inicio que, intuyo, son marca de la casa, y una galería de personajes a cada cual más pintoresco, como el espíritu del bosque y Okkotunoshi, el dios jabalí. Al que Miyazaki le sea familiar, puede que le resulte obvio ensalzar a La Princesa Mononoke, pero no por ello puedo dejar de terminar la entrada diciendo que es una gran película y no me dejó indiferente.

domingo, 13 de marzo de 2011

Frozen River

El pasado 27 de febrero, concedieron en el Teatro Kodak de Los Ángeles el oscar a mejor actriz de reparto a Melissa Leo por su papel en The Fighter (2010). No he tenido ocasión de verla, ni tampoco se que tal están el  resto de nominadas, pero no me resultó extraño. Lleva desde Los tres entierros de Melquíades Estrada (2005) demostrando que vale mucho. Y también es de lo mejor en esa espléndida serie llamada Tremé (2010), interpretando a una abogada que investiga la desaparición de una de las tantas personas que se llevó el huracán Katrina, y también esposa de un orgulloso profesor de Nueva Orleans, John Goodman, quien se abre una cuenta en youtube para colgar vídeos donde poner a caldo a las instituciones públicas de la city, del estado de Louisiana y a la madre que parió al gobierno federal.

En Frozen River, Melissa Leo es una mujer desesperada que toma medidas desesperadas. La falta de medios, una casa que no es una casa, sino un container, y un marido ludópata que huye con los pocos ahorros que tienen, la empujan a pasar con su coche inmigrantes ilegales a través de la frontera con Canadá por un río helado. 
 Las similitudes con otras películas son evidentes, como por ejemplo con María, llena eres de gracia (2004). Una situación frustrante, sin perspectivas ni motivaciones en el horizonte, llevan a las protagonistas a cometer un acto ilegal. La necesidad obliga, incluso, a arriesgar las vidas. En María... el peligro está en que una pepa de heroína se rompa en el estómago, en Frozen River la muerte acecha bajo la capa de hielo. En ambos casos sólo queda rezar para que no te toque la lotería. Sin embargo, el peligro no acaba aquí. La policía, que no es tonta, vigila en ambos lados de la frontera, lo que convierte la empresa en una tarea casi imposible, saltar de la sartén para caer al fuego. 

El inestimable dramatismo de la actuación de Melissa Leo queda acentuado con esa América profunda en la que se enmarca la historia, nevada y gris, el patio trasero de la tierra de las oportunidades donde oculta sus vergüenzas al exterior, un país con elevados índices de pobreza y escasa cobertura social. Así, se aprovecha para aportar algo más que la trillada historia de una familia desestructurada y, ya de paso, mostrar sin tapujos la esclavitud del siglo XXI, plasmada en el contrabando de ilegales, más conocido en la frontera del sur con México que en la canadiense.

jueves, 3 de marzo de 2011

Edward G. Robinson, el último gángster

El cine negro, impregnado de sombras en la noche, del aura melancólica de sus personajes y del aroma sucio y alquitranado de la calle, surge como reflejo de una sociedad hastiada, con una desbocada tasa de paro, delincuencia en las calles y el sindicato del crimen alcanzando a todas las capas de la sociedad. Son unos tiempos, los años veinte y treinta, en los que ser un gángster es ser el CR7 de la época, es decir, una estrella mediática adorada por el populacho. Este, harto de ver a gobiernos incompetentes y opulentos banqueros que embargan hogares y pequeñas propiedades, ven a los dillingers, capones y torrios como los Robin Hood del momento.
Estos hechos y personajes de la vida real serán los que fundamenten el género, contextualizado asiduamente en el Crack del 29, la Ley Seca o la Matanza de San Valentín. Además, tendrá como protagonistas a personajes moldeados bajo un patrón ajeno al género de más éxito hasta el momento, el de aventuras. Tyrone Power y Douglas Faribanks irán cediendo terreno en el Olimpo cinematográfico en favor de los gigantes del "noir": Cagney, Bogart, Robinson... El cine negro se convierte en el coto privado de un nuevo icono, más profundo y vulnerable que el héroe de aventuras y, por ello, más cercano a la realidad.
La cabeza visible del género sería, con justicia, Humphrey Bogart, pero el negro no acababa ni mucho menos en él. Otros actores como Cagney o Robinson le daban otra dimensión, otro matiz, aportando personajes distintos que enriquecían aún más al género.

Perversidad (1945)
Rostro mítico del cine negro, con cara de bulldog y mirada escéptica, Edward G. Robinson lidera el crimen organizado. Un actor camaleónico como pocos, de raza, de interpretaciones sentidas y salidas de las entrañas, a lo Cagney, Mitchum y compañía, que lleva a la pantalla a hombres ambiciosos y arrogantes, capaces de mandar al otro barrio a su mejor amigo con tal de saciar su codicia. En esta línea estará el soberbio Ricco de Hampa Dorada (1931), la clásica historia de ascenso y caída de un gángster de orígenes humildes o el Johnny Rocco de Cayo Largo (1944), líder de una banda mafiosa que secuestra a Bacall y a Bogart en un motel de Florida. No obstante, componía con igual destreza a un matón de los bajos fondos como a hombres apocados y huidizos. Es el caso de Christopher Cross en Perversidad (1945), un pintor manipulado como una marioneta, que cae seducido por los encantos de la femme fatale Joan Bennett.
De este modo, Edward G. Robinson se coronó como uno de los grandes del cine negro, en ese podio formado por una tríada imbatible: Bogart, Cagney y él mismo. Quizás no contaba con el favor del público ni con el carisma de Boogie, pero sí podía presumir de versatilidad y de personajes no de una pieza, si no profundos y con matices.

miércoles, 23 de febrero de 2011

La ingenua Gelsomina

Gelsomina es una joven de familia humilde, inocente, servicial y con muy pocas luces. Es la protagonista de La Strada (1954), interpretada por la actriz Giulietta Masina. Fue la musa del director Federico Fellini y con la que se casó en 1943, un matrimonio que duró cincuenta años y del que surgió una filmografía compuesta por siete largometrajes.
Fruto de la genialidad de Fellini, el personaje de Gelsomina surge del mismo modo que la mayoría de los que abundan en su obra, es decir, de sus recuerdos y vivencias. Así, vemos a Moraldo (Franco Interlenghi) en Los Inútiles (1953) partiendo de su Rímini natal hacia Roma para buscarse la vida, como ya hiciera el director en su juventud, o sus obsesiones adolescentes reflejadas en el púber Titta Biondi (Bruno Zanin) en Amarcord (1973): el sexo, la música, la poesía...
De esta manera, Gelsomina surge de una historia de la que tuvo noticia Fellini, la de una pobre mujer retrasada que quedó embarazada por un mercader ambulante. En el film tendremos, en vez de un mercader, un forzudo que dedica su vida a dar espectáculos aquí y allá, que recorre Italia en una destartalada moto-caravana. Este forzudo es el iracundo Zampanó, interpretado magistralmente por Anthony Quinn, un hombre insensible que compra a Gelsomina a su humilde familia, incapaz de alimentar más bocas.
Gelsomina servirá a los intereses de Zampanó colaborando con él en su espectáculo en el papel de payasa. Pero la palabra reciprocidad no está incluida en el diccionario de Zampanó, todo antipatía y mal carácter, y corresponderá a Gelsomina con continuos desplantes y humillaciones. Un alma cándida como ella  sin embargo, soportará todos estos maltratos, y continuará fiel al lado de Zampanó, sabiéndose sola en el mundo excepto por su presencia, el único ser que la ha acogido en su seno y la admite, aunque nunca le haya dado una muestra de cariño o un simple gesto de complicidad. Esa es Gelsomina, de la que el mismo Fellini dijo:

"Creo que hice la película porque me enamoré de aquella niña-viejita, un poco loca, un poco santa, de aquel desordenado, gracioso, desgraciado y tiernísimo payaso que llamé Gelsomina y que todavia hoy consigue hacerme llorar de melancolía cuando oigo su sonido de trompeta".

sábado, 19 de febrero de 2011

127 horas

Tras triunfar en los oscar de 2008 con Slumdog Millionaire, Danny Boyle retoma la senda del éxito con la nominación de su nueva película, 127 horas. Esta cuenta la historia real de Aron Ralston, un montañista que, en 2003, practicaba senderismo en el cañón Blue John, en Utah, un paraje ídilico para el aventurero más osado, repleto de grutas, piscinas naturales y paredes verticales. En un descuido, Ralston sufrió un desgraciado accidente que le atrapó el brazo derecho bajo una roca. Sólo, sin nadie que supiera de su paradero y sin más pertrechos que  una cámara de vídeo, una cantimplora medio vacía y una navaja, sufriría una pesadilla que duró cinco días.

La dificultad de llevar a cabo una película en la que el protagonista se pasa todo el tiempo atrapado sin poder moverse y, en un intento de no aflojar el ritmo bajo ningún concepto, llevó quizás a Boyle a abusar del uso frecuente de alucinaciones ante la falta de agua y alimentos y de sueños por parte del protagonista, evocando un pasado reciente en el que aparecen sus allegados y personajes ficticios. Una película con una premisa similar, Buried (2010, Rodrigo Cortés), en la que el protagonista, Ryan Reynolds, se encuentra durante todo el metraje atrapado en un ataúd, elude admirablemente la utilización de este recurso. Sin embargo, también es cierto que da muchísimo juego el hecho de que le entierren junto a un teléfono móvil.

Por otro lado, la interpretación de James Franco como el montañista Aron Ralston resulta muy creíble, un actor que había pasado desapercibido para mí en Spiderman (2002, Sam Raimi) y Mi nombre es Harvey Milk (2008, Gus van Sant) y que logra transmitir (también Ryan Reynolds, todo hay que decirlo) la angustia y desesperación que debe sufrir cualquiera al verse en una situación tan límite, al borde de la muerte por inanición y sin posibilidad de escape.
Es, por tanto, una película que logra mantener el pulso narrativo, enganchando al espectador a pesar de ciertas licencias más que discutibles,  y que conecta gracias a uno de sus pilares básicos, la interpretación de  James Franco, logrando al menos hacer honor a la historia de supervivencia del aventurero Aron Ralston.

martes, 15 de febrero de 2011

El mundo en guerra




El bélico ha sido un género que, independientemente de su ubicación espacio-temporal, ha tratado en multitud de ocasiones el lado más vulnerable del ser humano: en situaciones de alto riesgo, en soledad y lejos del hogar, en una dinámica de alerta constante, sus personajes han consentido que se les despojara de esa coraza llamada virilidad para enseñar el latido del miedo y el horror en su más pura esencia. La guerra obliga a hombres normales, en su mayoría jóvenes inexpertos y asustadizos, a convivir en un mismo espacio con un objetivo común: salvar la vida. Eso posibilita estrechar entre ellos fuertes lazos de amistad, reflejados en la confesión y la solidaridad mutua, muy presentes en la mayoría de films bélicos. Es también frecuente que se produzca una extraordinaria dualidad: por un lado, se nos muestra a soldados crueles y sanguinarios en el fragor de la batalla, pero por otro, la guerra contamina al ser humano de una fragilidad sentimental incomparable a la de cualquier género. Por ello, no resulta exagerado afirmar que es el género en el que más veces hemos visto llorar a un hombre, y es precisamente esta introspección del soldado la que lleva al género bélico a oscilar entre su carácter documental e ideológico, más o menos tendencioso, y el carácter reflexivo, interesado siempre en la compresión del alma humana.
           
Sangre, sudor y lágrimas (1942)
Podríamos establecer una división del cine bélico entre aquellas películas que realizan una exposición tendenciosa y subjetiva de los hechos, otras con un potente mensaje antimilitar y aquellas interesadas exclusivamente en el espectáculo y la pirotecnia.  Entre las primeras, destinadas al ensalzamiento patriótico, hubo una gran proliferación de títulos durante los años cuarenta, en los años de la Segunda Guerra Mundial y posteriores. Es el caso de Sangre, sudor y lágrimas (1942, David Lean y Noel Corward), Jornada Desesperada (Raoul Walsh, 1942), Bataan (1943, Tay Garnett) y Objetivo: Birmania (1945, Raoul Walsh). Estas películas evidencian un profundo fervor patriótico y ensalzamiento militar que no ocultan bajo ningún concepto, algo que podremos encontrar en películas posteriores como Boinas Verdes (1968, John Wayne y Ray Kellogg), Top Gun (1986, Tony Scott) o Cuando éramos soldados (2002, Randall Wallace).

James Coburn en La Gran Evasión
Por el contrario, el antibelicismo surge casi como un subgénero en sí mismo, pues asume un compromiso claro de denuncia y, mediante la exposición de los hechos, le da la vuelta al mensaje que se venía transmitiendo. Tenemos claros ejemplos, como Sin novedad en el frente (1930, Lewis Milestone), Adiós a las armas (1932, Frank Borzage), Senderos de gloria (1957, Stanley Kubrick) y Apocalypse Now (1979, Francis Ford Coppola). Todas ellas son vehementes alegatos en contra de la sinrazón de la guerra, a las que hay que sumar otras películas que poseen un mensaje también antibelicista, pero que se mantiene en segundo plano, en pos de la espectacularidad pirotécnica hollywoodiense, preocupadas más por el entretenimiento que por la carga ideológica de sus mensajes, pero no por ello de inferior calidad como El Puente sobre el río Kwai (1957, David Lean), La gran evasión (1963, John Sturges), Doce del patíbulo (1967, Robert Aldrich), Patton (1970, Franklin J. Schaffner) o Salvar al soldado Ryan (1998, Steven Spielberg).

De Niro en El Cazador
La crónica del regreso tras la guerra también ha sido una gran fuente de inspiración para muchos cineastas, atraídos por esos héroes incomprendidos por la sociedad, despojados de medallas y honores, sobre todo si la guerra en la que participaron acabó en derrota. Es el caso de Michael (Robert de Niro) en El Cazador (1978, Michael Cimino), un humilde trabajador de una fábrica que disfrutaba de la vida cazando y bebiendo con sus amigos y, tras servir en la guerra de Vietnam, su vida no volvería a ser la misma. El mismo tema es tratado en Los mejores años de nuestra vida (1946, William Wyler), Fred Derry (Dana Andrews) descubre, al volver de la guerra como su mujer le ha sido infiel durante ese tiempo, Al Stephenson (Fredric March) observa impotente cómo se ha perdido la infancia de sus hijos y Homer Parrish (Harold Russell) sufre las consecuencias de volver de la guerra con las manos amputadas. Todos ellos sufrirán la frialdad e indiferencia de una sociedad que ha vivido de lejos los acontecimientos de la guerra. De la misma manera es marginado Ron Kovic (Tom Cruise) en Nacido el 4 de Julio (1989, Oliver Stone), un joven voluntario lleno de ideales que regresa de Vietnam postrado en silla de ruedas y abandonado en un cochambroso hospital. Todos estos ejemplos representan a soldados caídos en desgracia, incapaces en la adaptación y reincorporación al sistema que les mandó luchar, situados en las antípodas del héroe patriota del cine pro-belicista, que viven atrapados en sí mismos, huyendo de los fantasmas del pasado y condenados a un final existencial trágico e inevitable.

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