miércoles, 30 de marzo de 2011

Jean Jacques Annaud


La famosa frase de Hitchcock que decía "Nunca trabajes ni con niños, ni con animales ni con Charles Laughton" no creo que le resultara familiar a Jean-Jacques Annaud. Más que por los niños o por el propio Laughton, con los que no  ha rodado nunca, por los animales, ya que en dos de sus doce películas,  El oso (1988) y Dos hermanos (2004), el hombre cedía su habitual protagonismo a la fauna salvaje para ser casi una comparsa. Sin embargo, sus trabajos más destacados son otros, nada que ver con estos productos de consumo familiar, dicho sea sin ofender, ya que son bastante meritorias y no dejan de tener escenas mágníficas en las que a menudo te preguntas: ¿Cómo narices ha conseguido que el animal haga eso? ¿Y cuantas tomas rodó? Pero como iba diciendo, sus éxitos son otros films, tres en concreto.

El primero de ellos fue En busca del fuego (1981), una de las mejores recreaciones de la prehistoria hasta la fecha y que disfruta de gran reconocimiento, no sólo por sus valores cinematográficos, sino por sus pretensiones anotropológicas. Evidentemente, siempre será mejor consultar un manual de Paleolítico si lo que se busca es rigor histórico pero, sin duda, las aportaciones de Desmond Morris y Anthony Burgess en la creación de un idioma para la tribu de neandertales le concedían altas cotas de credibilidad, que además salvaba con creces el hándicap de hacer una película sin diálogos comprensibles para el espectador.

El segundo de sus logros sería adaptar la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa (1986), una trama policiaca en la que el dúo protagonista, Fray Guillermo de Baskerville (Sean Connery) y Adso de Melk (Christian Slater), al modo de un tándem Sherlock-Watson del medievo, investigan una serie de asesinatos en una abadía benedictina del norte de Italia. Las limitaciones que ofrece el cine respecto a la literatura, obligaron a Annaud a desprenderse de la fuerte carga filosófica que enriquecía a la novela para quedarse con la historia de intriga, decisión que, por otro lado, resultó ser un completo acierto, dada la dificultad de hacer una adaptación tan minuciosa.

El último en discordia sería el film bélico Enemigo a las puertas (2001). En él, Annaud dirige un excelente duelo entre un pastor de los Urales, Vasily Zaitsev (Jude Law), y un aristócrata prusiano, el mayor König (Ed Harris), que se sirve de la batalla de Stalingrado para enmarcar su desarrollo y ofrece, además del duelo, una magnífica puesta en escena de la contienda, desde la lucha encarnizada por las calles de la ciudad hasta  el cruce de las tropas rusas por el Volga.


Filmografía Selecta

La Victoria en Chantant (1976)
En Busca del Fuego (1981)
El Nombre de la Rosa (1986) 
El Oso (1988)
Siete Años en el Tíbet (1997)
Enemigo a las Puertas (2001)
Dos Hermanos (2004)
Oro Negro (2011)

Nameer El-Kadi, Everett McGill y Ron Perlman en En Busca del Fuego
Sean Connery y F. Murray Abraham en El Nombre de la Rosa
Brad Pitt en Siete Años en el Tíbet
Jude Law en Enemigo a las Puertas

jueves, 24 de marzo de 2011

La princesa Mononoke


Nunca he sido muy de cine manga (o anime, todavía no me ha quedado claro), es más, me parecía cosa de niños o frikis. Con ello no quiero justificarme ni ser tan pretencioso como para vender objetividad. Más bien al revés, es la mirada de un profano en la materia que ha visto con escepticismo su primera película manga y le ha sorprendido gratamente. Esto no significa que me guste el género, claro está, de hecho me sigue costando un mundo sentarme a ver alguna, pero sí reconozco que, si rebuscas bien, puedes encontrar buena materia prima.

Para andar sobre seguro, busqué información sobre quien era el director con más prestigio dentro del mundillo y, entre algunos autores que ahora no recuerdo, surgía con fuerza el nombre de Hayao Miyazaki. Como el  quid estaba precisamente en apostar a caballo ganador, me decidí por él y una de sus películas mejor valoradas en Filmaffinity, La princesa Mononoke (1997), y ¡algo tendrá el agua cuando la bendicen!. Ashitaka, príncipe Emisi, ve como un jabalí endemoniado arrasa todo lo que encuentra a su paso y hace peligrar la paz en su aldea. Le dará muerte, pero sufrirá una herida que le causará una terrible maldición, por lo que deberá partir en solitario al lugar de origen del jabalí para encontrar una cura.

Unos bichitos muy salaos que aparecen en la peli
Estos primeros trazos apenas nos dan una vaga idea de la fábula ecologista que Miyazaki irá moldeando, una historia imperecedera sobre la destrucción humana de la naturaleza, capaz de transmitir de un modo muy sui generis el espíritu de las novelas de London o Kipling. El hombre, en su afán de enriquecimiento, y lejos de conformarse con lo necesario para su subsistencia, explota los recursos que le ofrece la tierra hasta el agotamiento, arrasa bosques, esquilma caladeros, seca ríos y socava yacimientos. Entonces, las fuerzas de la naturaleza se unen contra la falta de convivencia humana, lo salvaje surge con fuerza dando un golpe sobre la mesa, a sabiendas de que el colmillo y la garra no bastan ante el metal de las armas del hombre.

Es una historia bien narrada, con un particular misticismo que profundiza en ese sentimiento ecológico dándole otra dimensión, y de gran poderío visual, contiene excelentes escenas como la muerte del jabalí del inicio que, intuyo, son marca de la casa, y una galería de personajes a cada cual más pintoresco, como el espíritu del bosque y Okkotunoshi, el dios jabalí. Al que Miyazaki le sea familiar, puede que le resulte obvio ensalzar a La Princesa Mononoke, pero no por ello puedo dejar de terminar la entrada diciendo que es una gran película y no me dejó indiferente.

domingo, 13 de marzo de 2011

Frozen River

El pasado 27 de febrero, concedieron en el Teatro Kodak de Los Ángeles el oscar a mejor actriz de reparto a Melissa Leo por su papel en The Fighter (2010). No he tenido ocasión de verla, ni tampoco se que tal están el  resto de nominadas, pero no me resultó extraño. Lleva desde Los tres entierros de Melquíades Estrada (2005) demostrando que vale mucho. Y también es de lo mejor en esa espléndida serie llamada Tremé (2010), interpretando a una abogada que investiga la desaparición de una de las tantas personas que se llevó el huracán Katrina, y también esposa de un orgulloso profesor de Nueva Orleans, John Goodman, quien se abre una cuenta en youtube para colgar vídeos donde poner a caldo a las instituciones públicas de la city, del estado de Louisiana y a la madre que parió al gobierno federal.

En Frozen River, Melissa Leo es una mujer desesperada que toma medidas desesperadas. La falta de medios, una casa que no es una casa, sino un container, y un marido ludópata que huye con los pocos ahorros que tienen, la empujan a pasar con su coche inmigrantes ilegales a través de la frontera con Canadá por un río helado. 
 Las similitudes con otras películas son evidentes, como por ejemplo con María, llena eres de gracia (2004). Una situación frustrante, sin perspectivas ni motivaciones en el horizonte, llevan a las protagonistas a cometer un acto ilegal. La necesidad obliga, incluso, a arriesgar las vidas. En María... el peligro está en que una pepa de heroína se rompa en el estómago, en Frozen River la muerte acecha bajo la capa de hielo. En ambos casos sólo queda rezar para que no te toque la lotería. Sin embargo, el peligro no acaba aquí. La policía, que no es tonta, vigila en ambos lados de la frontera, lo que convierte la empresa en una tarea casi imposible, saltar de la sartén para caer al fuego. 

El inestimable dramatismo de la actuación de Melissa Leo queda acentuado con esa América profunda en la que se enmarca la historia, nevada y gris, el patio trasero de la tierra de las oportunidades donde oculta sus vergüenzas al exterior, un país con elevados índices de pobreza y escasa cobertura social. Así, se aprovecha para aportar algo más que la trillada historia de una familia desestructurada y, ya de paso, mostrar sin tapujos la esclavitud del siglo XXI, plasmada en el contrabando de ilegales, más conocido en la frontera del sur con México que en la canadiense.

jueves, 3 de marzo de 2011

Edward G. Robinson, el último gángster

El cine negro, impregnado de sombras en la noche, del aura melancólica de sus personajes y del aroma sucio y alquitranado de la calle, surge como reflejo de una sociedad hastiada, con una desbocada tasa de paro, delincuencia en las calles y el sindicato del crimen alcanzando a todas las capas de la sociedad. Son unos tiempos, los años veinte y treinta, en los que ser un gángster es ser el CR7 de la época, es decir, una estrella mediática adorada por el populacho. Este, harto de ver a gobiernos incompetentes y opulentos banqueros que embargan hogares y pequeñas propiedades, ven a los dillingers, capones y torrios como los Robin Hood del momento.
Estos hechos y personajes de la vida real serán los que fundamenten el género, contextualizado asiduamente en el Crack del 29, la Ley Seca o la Matanza de San Valentín. Además, tendrá como protagonistas a personajes moldeados bajo un patrón ajeno al género de más éxito hasta el momento, el de aventuras. Tyrone Power y Douglas Faribanks irán cediendo terreno en el Olimpo cinematográfico en favor de los gigantes del "noir": Cagney, Bogart, Robinson... El cine negro se convierte en el coto privado de un nuevo icono, más profundo y vulnerable que el héroe de aventuras y, por ello, más cercano a la realidad.
La cabeza visible del género sería, con justicia, Humphrey Bogart, pero el negro no acababa ni mucho menos en él. Otros actores como Cagney o Robinson le daban otra dimensión, otro matiz, aportando personajes distintos que enriquecían aún más al género.

Perversidad (1945)
Rostro mítico del cine negro, con cara de bulldog y mirada escéptica, Edward G. Robinson lidera el crimen organizado. Un actor camaleónico como pocos, de raza, de interpretaciones sentidas y salidas de las entrañas, a lo Cagney, Mitchum y compañía, que lleva a la pantalla a hombres ambiciosos y arrogantes, capaces de mandar al otro barrio a su mejor amigo con tal de saciar su codicia. En esta línea estará el soberbio Ricco de Hampa Dorada (1931), la clásica historia de ascenso y caída de un gángster de orígenes humildes o el Johnny Rocco de Cayo Largo (1944), líder de una banda mafiosa que secuestra a Bacall y a Bogart en un motel de Florida. No obstante, componía con igual destreza a un matón de los bajos fondos como a hombres apocados y huidizos. Es el caso de Christopher Cross en Perversidad (1945), un pintor manipulado como una marioneta, que cae seducido por los encantos de la femme fatale Joan Bennett.
De este modo, Edward G. Robinson se coronó como uno de los grandes del cine negro, en ese podio formado por una tríada imbatible: Bogart, Cagney y él mismo. Quizás no contaba con el favor del público ni con el carisma de Boogie, pero sí podía presumir de versatilidad y de personajes no de una pieza, si no profundos y con matices.

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