jueves, 20 de diciembre de 2012

El Hobbit: Un viaje inesperado

Peter Jackson regresa a la Tierra Media para adaptar El Hobbit, la novela de aventuras que precedía y adelantaba ciertos aspectos que cobrarían mayor importancia en la trilogía épica publicada en 1954, diecisiete años después, El Señor de los Anillos. El Hobbit cuenta cómo Bilbo Bolsón se une a Gandalf y a una compañía de enanos encabezada por Thorin Escudo de Roble para recuperar Erebor, la Montaña Solitaria, en manos del malvado dragón Smaug, y de cómo Bilbo encontró el Anillo Único, eje sobre el que gira la trama de El Señor de los Anillos.

Esta adaptación es bastante fiel al libro, más que El Señor de los anillos, pero no por ello mejor que cualquiera de las películas de la trilogía. Esta fidelidad no se debe a un mayor aprecio por la novela de El Hobbit. Jackson decidió, con un afán meramente recaudatorio, adaptar un relato de 300 páginas en tres películas de casi tres horas cada una, mientras que la novela El Señor de los Anillos cuadruplica esta extensión. De ahí que El Hobbit cuente cada pasaje de la novela con pelos y señales, recreándose, estirando la historia, mientras que en la trilogía se echa en falta a Tom Bombadil, Glorfindel, Ghan Buri Ghan y tantos otros personajes que enriquecen la novela. No obstante, no creo que El Señor de los Anillos sea una mala adaptación cinematográfica. Al revés. Es bastante buena, de hecho creo que mejor que El Hobbit, pues Jackson mete el tijeretazo a episodios y personajes que adornan la historia, pero ni son determinantes ni aportan nada relevante a la trama y, además, ralentizarían el ritmo y lo harían sólo soportable para aquellos que son muy fans de la saga. 

El Hobbit no obvia ni un sólo punto ni una coma, y ese es su gran defecto. Es la película hecha por un freak para los freaks de Tolkien, ávidos por ver en pantalla cada parte del libro, cada personaje, cada detalle. A Jackson no parece importarle el espectador medio, ni el cinéfilo, sólo las hordas de incondicionales que se disfrazan de enanos para ir al cine. Esta pretensión por la "adaptación perfecta" queda deslucida cuando te olvidas de los personajes, de su desarrollo, de que no sean planos e inútiles. ¿Quién es Bifur? ¿Quién es Óin? ¿Y Glóin? Queda deslucida cuanto te olvidas de la estructura narrativa, de darle una coherencia a cada escena. ¿Es necesaria la escena de los gigantes de piedra? ¿Es necesaria la presencia de Galadriel?. Y, sobre todo, queda deslucida cuando te obsesionas por la espectacularidad y la pirotecnia. Acción no es sinónimo de ritmo, y menos si esta acción no es verosímil. No sirve escudarse en que El Hobbit es un film de aventuras y fantasía para dar carta blanca al "todo vale". ¿Acaso no es lamentable cómo Elrond descifra el mapa de Thorin? ¿Y cómo el episodio de las Montañas Nubladas se convierte en un parque de atracciones lleno de carambolas y piruetas absurdas? Tan reprochable como el patinete de Legolas. O ver a los elfos en el Abismo de Helm.

Salva los muebles Bilbo (Martin Freeman), un personaje mucho más interesante que Frodo, interpretado por un actor con una particular vis cómica y con mucho más recursos, y la desternillante escena de los acertijos, con el siempre genial Gollum (Andy Serkis). También Thorin (Richard Armitage), Balin (Ken Stott) y, cómo no, Gandalf (Ian McKellen). Son personajes con un fondo y una forma, un pasado y un objetivo, sabes qué es lo que los mueve, por qué y hacia donde van.
La música de Howard Shore es reiterativa, excepto por la nueva canción de los enanos, pero necesaria, pues El Hobbit y El Señor de los Anillos comparten personajes identificados con determinados temas de la banda sonora.

Definitivamente, es una película fallida. No defraudará a los fans, pues está todo en ella, pero el espectador menos familiarizado se perderá entre tanto enano y tanto ir y venir, y el más exigente no tolerará un guión lleno de licencias, personajes superfluos y escenas intrascendentes.

Martin Freeman es Bilbo Bolsón
Ian McKellen es Gandalf
Richard Armitage es Thorin
Ken Stott es Balin
Andy Serkis es Gollum

lunes, 17 de diciembre de 2012

Federico Luppi

O la mirada honesta

El gesto severo y el lento parpadeo de quien está cansado de ver siempre lo mismo. La expresión amarga del que ha bailado abrazado a la desilusión más de un tango, proyectada a través de una boca mustia que sobrevive, modesta, bajo un solemne mostacho. Cabellera blanqueada por las nieves del tiempo, frente marchita y mirada limpia. Federico Luppi (Ramallo, Argentina. 1936) es el retrato vivo de un país, de una época y de una manera de hacer cine.
Tomó contacto con el mundo de la actuación de forma azarosa cuando estudiaba dibujo y escultura, a través de unos compañeros que tenían un grupo de teatro, y desde entonces no ha parado. Se cuentan en torno a 70 películas desde aquel debut en Pajarito Gómez (Kuhn, 1964) al que siguió su primer protagonista en El romance del Aniceto y la Francisca (Favio, 1966) que sentaría las bases de una exitosa carrera cinematográfica. El prolífico actor argentino, ha compaginado durante su extensa trayectoria tanto el cine, como la televisión y el teatro, y cuenta además con una incursión en el mundo de la dirección.

A día de hoy, Luppi es una marca en sí mismo. Un certificado de calidad que comenzó a fraguarse allá por los años '70 en sus primeras colaboraciones con el director Héctor Olivera, y que le llevó a la cima del cine nacional en los '80 siendo la cara habitual de una vertiente social que trataba de reflejar la profunda inestabilidad política y económica de la Argentina de la época. En 1981 se encuentran, para nuestra suerte, dos talentos sin parangón en el cine hispanoamericano. Adolfo Aristarain en la dirección - otro que bien merecería una entrada en exclusiva - y Federico Luppi en la interpretación, iniciando una unión que se consolidaría a lo largo de los años dejándonos títulos memorables. En este caso, el tándem nos lega una de las joyas del cine argentino, Tiempo de revancha (Aristarain, 1981), en la que un Luppi mudo, deja sin palabras a la audiencia con su despliegue de talento. A este título le seguirán otros no menos imprescindibles de esta primera "edad dorada" de su carrera como Últimos días de la víctima (Aristarain, 1982), Plata dulce (Ayala, 1982) o No habrá más penas ni olvido (Olivera, 1983).
De Grazia y Luppi en Tiempo de revancha
A partir de aquí, el actor argentino desarrollará una carrera sensacional y constante, a pesar de los altibajos en la calidad del material que le llega. Destaca la versatilidad y el cambio de registro que ofrece en algunas películas españolas de los noventa como Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (Díaz Yanes, 1995) o de principios de siglo como El espinazo del diablo (Del Toro, 2001). Pero entre la ingente cantidad de trabajo es de justicia resaltar con letras de oro tres grandes cintas que están por derecho propio entre las mejores del cine hispanoamericano de todos los tiempos y que, no por casualidad, pertenecen a un mismo director. 

La primera de ellas es un genial retrato de la vida misma que nos remite a lo esencial con esa naturalidad y ese equilibrio que sólo unos cuantos consiguen en pantalla. Un lugar en el mundo (Aristarain, 1992) es un cofre de emociones custodiado por tres titanes de la actuación: José Sacristán, Cecilia Roth y el que nos ocupa. Este cuento de ilusión y pérdida, esta dialéctica de las grandes ideas, es atemporal por su rigor y se agarra a la realidad a través de algo tan argentino y tan de todas partes como es la nostalgia.
Poncela y Luppi en Martín (Hache)
El segundo gran relato es Martín (Hache) (Aristarain, 1997). Posiblemente la más intensa, la más excesiva y la más rotunda de las tres. No necesariamente la mejor. En esta ocasión Luppi se desata y se desnuda en pantalla alcanzando unas cotas de "verdad" que sobrecogen. Acompañado de un extraordinario Eusebio Poncela y de dos estupendos Cecilia Roth y Juan Diego Botto, la cinta se erige con inusual fuerza sobre un sólido guión que hace las delicias del "respetable".
La tercera en discordia no es otra que Lugares comunes (Aristarain, 2002), en la que el ramallense nos regala una descripción sosegada, madura y calmada de un hombre de vuelta de todo. Con el habitual desengaño de los personajes del director porteño, el pesimismo que provoca un país que parece afectado por una enfermedad crónica y los conflictos personales que ello genera, Luppi dibuja pinceladas de amor verdadero, trazos de dignidad y nobleza coloreadas con el estoicismo lúcido con que nos nutre el paso del tiempo en una circunstancia hostil.

Quizás por un afán de desmitificación, quizás por la modestia congénita que le caracteriza, el maestro argentino siempra ha huido de esa concepción sofisticada y sesuda del oficio de actor. Luppi parece vivirla más como una actividad artesanal, huyendo del trance y la reflexión intelectual para configurar sus personajes a través de la simple empatía con la historia que se cuenta, la propia sencillez o el puro esfuerzo.
Es un actor de raza, de tripas. Una turbina sigilosa que remueve dentro de sí la materia interpretativa y la despide en pantalla con una fuerza, una cadencia y una naturalidad excepcionales.

Sin duda, uno de los grandes nombres del cine hispanoamericano y, siendo más justos, "del lado de acá, del lado de allá y de otros lados".


Adolfo Aristarain y Federico Luppi en el rodaje de Lugares comunes

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Bandas Sonoras: Into the Wild

Alaska. Fría e inhóspita. Salvaje. El rincón perdido y más alejado del continente americano. El lugar elegido por Chris McCandless (Emile Hirsch) para encontrarse a sí mismo y alcanzar una vida plena. El lugar elegido para huir de esa sociedad que, según él, le oprime como individuo. El hombre frente a la naturaleza. Y frente a él mismo. Como en un cuento de London. Como en La Hoguera.

La potente voz de Eddie Vedder (Pearl Jam) y los acordes del primer track, Settin Forth, animan y transportan a nuestra imaginación a ese lugar idílico, paradisiaco, un golpe optimista y enérgico en el estómago para afrontar cualquier reto. En No Ceiling, aparecen los fantasmas de la temida soledad. La vida es un cúmulo de decisiones, y este tema habla del miedo a las consecuencias, del viaje iniciático de Alexander Supertramp (alias de McCandless) a lo desconocido, del abandono de una vida encarrilada. Adiós novia, adiós amigos, adiós familia, adiós sociedad. 


I leave here believing more than I had
And there's a reason I'll be, a reason I'll be back

Pero en el tercer track, Far Behind, Vedder vuelve a rugir con toda su fuerza para mostrarnos que los estados de ánimo son como una montaña rusa. Quizás McCandless no sepa cuál ha sido el estimulo para que el deseo aplaste al derrotismo, pero su camino continúa a paso firme y a ritmo del rock de Far Behind, aunque el desaliento esté a la vuelta de la esquina. Tal es así que en Rise profundizamos en ese sentimiento de melancolía del que nos previno No Ceiling, esta vez con un bello contraste entre una sutil mandolina y Vedder en toda su gravedad. 

Imagina cómo fueron los años que Thoreau vivió en el bosque, sin dinero, sin nada que no fuera necesario para la supervivencia, sin lujos. Tan sólo un viejo autobús donde resguardarse del frío y sus manos para tomar lo que la naturaleza le da. Hard Sun es la canción que mejor capta el espíritu libre de McCandless, que mejor habla de su anhelo por tener una vida completa, de abandonar la burbuja para conocer el exterior, la naturaleza, el mundo en su estado más puro y primitivo.

When I walk beside her
I am the better man
When I look to leave her
I always stagger back again

Y Society, la razón por la que toma ese camino. El materialismo, la superficialidad de nuestras vidas. Para McCandless la sociedad está vendida, nuestro mundo no se puede cambiar, ha muerto, es el árbol que nos impide ver el bosque. Para vivir hay que huir. Y vivir en el último reducto virgen donde el hombre no ha pisado para corromperlo.

Society, you're a crazy breed
Hope you're not lonely without me...



Soundtrack completo


sábado, 8 de diciembre de 2012

Lars von Trier

O la soledad del paria

Esperpéntico, ególatra, pretencioso, misógino, altivo, revolucionario, provocador, fraude absoluto, genio absoluto...Probablemente nada de ello, y posiblemente todo ello y más.
Lars von Trier es un director ensimismado con su creación, de cuyas palabras no puede deducirse nada medianamente lógico, especialmente si tiene el día juguetón. Es por esto que tanto detractores como defensores se mueven también entre el castigo extremo y la alabanza desproporcionada. La única forma de disfrutar sin reservas de la obra de un autor esencial como el danés es abstraerse de ese personaje caprichoso e infantiloide que se ha reservado para sí mismo. Aun siendo tremendamente - sospecho que también intencionadamente - contradictorio en sus declaraciones, su cine deja entrever una cierta continuidad en lo narrativo, no así en lo formal, que nos permite acercarnos mejor al conjunto de su obra.

La filmografía de Von Trier se puede articular - a grandes rasgos - en torno a tres trilogías y una depresión. La primera de ellas es la trilogía sobre Europa - El elemento del crimen (1984), Epidemic (1987) y Europa (1991) - en la que el joven director da muestras de un profundo afán de experimentación. Destaca ésta última, un original retrato de la Europa de posguerra en la que resulta fascinante su dominio sobre los elementos que le ofrece el medio cinematográfico.
Desde el cine de sus primeros momentos ya se adivinan varias de las constantes del danés a lo largo de su carrera. La pretensión de controlar tanto la obra como lo que ésta transmite, una profunda necesidad de reinvención narrativa - y por encima de todo, formal - y un enorme pesimismo hacia el ser humano.
La segunda de sus trilogías - "Corazon dorado" - marca un antes y un después en su madurez como realizador. Se inicia tras la aparición de "Dogma 95", movimiento vanguardista que terminará quedando en agua de borrajas más por el incumplimiento de sus propios creadores que por su validez intelectual. Resulta más una pose que una verdadera declaración de intenciones. Con la estupenda Rompiendo las olas (1996), se produce una especie de ensayo de este nuevo tipo de cine que se verá reflejado de manera más rigurosa en Los idiotas (1998) y quedará reducido a cenizas con Bailar en la oscuridad (2000) donde Von Trier vuelve a reinventarse con una particular visión del género musical sirviendo como marco para un drama verdaderamente magistral que le valió la Palma de Oro en el Festival de Cannes.
En todas ellas, el director nos muestra una naturaleza humana hipócrita, despiadada y movida por el interés. Un desierto falto de empatía en el que, excepcionalmente, florecen seres llenos de honestidad que a pesar de su derrota social, alcanzan una victoria moral absoluta. Sus heroínas abundan en un martirismo de ecos dreyerianos llevado al exceso, en el que algunos han querido ver una misoginia casi patológica.
La condena del director danés a la sociedad actual es una condena sin paliativos. Rodea a sus heroínas de personas tan válidas y sensibles, como cobardes y débiles. Son una representación de la falta de esperanza y compromiso que transmite aquél que puede y no quiere. El danés le reconoce a la humanidad la capacidad pero le niega la voluntad. Esa interpretación maniquea de la conducta humana le lleva, a menudo, a forzar el comportamiento de sus personajes para resaltar sus miserias.

En este punto se inicia su trilogía sobre los Estados Unidos - "América, tierra de oportunidades" - que cuenta únicamente con dos cintas hasta la fecha - la tercera ni está, ni se la espera - porque Lars, amigos, es así de especial. Personalmente no me interesa demasiado si el director pretende dar una visión peyorativa sobre un país que ni siquiera ha pisado. Tampoco si Von Trier decidió iniciar una cruzada contra el Imperio, pero lo que si es cierto es que el resultado en su primera entrega - Dogville (2003) - es sobresaliente.
Y es sobresaliente porque la obra trasciende su intención inicial y deriva en un relato universal sobre el comportamiento humano en el que las Montañas Rocosas terminan por convertirse en una mera anécdota para dejar paso a lo esencial. Con una puesta en escena teatral y una narración de tono fabulístico, el "paria" se toma la revancha. Los últimos treinta minutos de Dogville tocan el cielo.
Su segunda y celebrada entrega - Manderlay (2005) - pierde, en mi opinión, el peso de la primera, resulta más irregular y deja menos poso a pesar de ser una propuesta interesante.
Y es entonces cuando llega el nubarrón, el danés cae en una profunda depresión después de rodar la interesante comedia El jefe de todo esto (2006) y a través de la bruma, emerge con un monstruo llamado Anticristo (2009), de una pulcritud visual insólita en su obra precedente, con momentos soberbios que terminan naufragando en un mar de referencias y simbolismos. Aquí el exceso se desata y termina por remover más estómagos que conciencias. 
Su última película - Melancolía (2011) - es seguramente su película menos personal en cuanto al riesgo de la propuesta, pero viene a constatar que el director danés no es un sabueso creativo de pega, sino un hiperactivo buscador de nuevas vías. Melancolía continúa la estela formal de Anticristo, la mejora y la lleva al terreno de la lírica con resultados más que notables. 

Lars von Trier ha demostrado ser, por todo ello, un director de sobrado talento con una personalidad desbordante y un estilo inquieto. Establece las premisas y modela las historias a su antojo para poder transmitir aquello que tiene en mente, sin importar demasiado el medio.
Es un tramposo genial. Pero, al fin y al cabo, todo discurso conlleva un argumento y todo argumento contiene una trampa.

Y Lars, hoy por hoy, es el rey del discurso.

Lars von Trier en el Festival de Cannes


martes, 4 de diciembre de 2012

Ry Cooder: El Latido del Sur

Podríamos hablar de folk americano y mencionar a grandes hitos como Neil Young, Fred Neil o John Fahey, pero sería un pecado casi imperdonable que en esta hipotética conversación no saliera a colación el nombre de Ry Cooder, un músico que hizo grandes aportaciones a la música americana, no sólo al folk, también al rock y al blues, desde que debutara con Captain Beefhart y colaborara con Taj Mahal o The Seeds en los años sesenta. Y si además hablamos de la cultura musical estadounidense unida al cine el pecado sería aún mayor.

Sin duda, su faceta como compositor de bandas sonoras se hizo conocida gracias a la película París, Texas (1984, Wim Wenders), una road movie ambientada en el desierto tejano en la que sólo su genio y maestría en el slide podían reflejar qué era la arena, el calor y la soledad de un hombre en semejante páramo. Además, el tema principal de la película alcanzó gran popularidad en España gracias al programa de televisión Documentos TV, que utilizó la canción como sintonía de cabecera. 

Pero el sur no sólo es desierto y cáctus, también es pantano, cocodrilos y cajunes, y qué mejor sonido que el de Ry Cooder para ambientar La Presa (1981, Walter Hill), una historia enmarcada en el bayou de Louisiana, en la que Keith Carradine y Powers Boothe se verán acorralados por un grupo de violentos cajunes, y con la que Cooder se convertiría en uno de los compositores favoritos de Walter Hill para expresar ese cine tan personal y americano. Southern Comfort, la canción principal de la película (y nombre original del film), muestra sin tapujos ese sello personal que resultaría premonitorio del éxito de París, Texas.

Mención especial merece su trabajo como productor en otra obra de Wenders, el documental Buena Vista Social Club (1999), toda una demostración de como su música traspasa fronteras, de un gusto y un estilo variado, versátil, que va más allá de la música tradicional estadounidense. En este homenaje al son cubano, disfrutamos de la compañía de músicos de la talla de Compay Segundo, Elíades Ochoa, Ibrahim Ferrer y Rubén González. El resultado, amén del documental, fue la edición de un álbum con la colaboración de Cooder y dos conciertos en Amsterdam y Nueva York, interpretando clásicos como Y tú que has hecho, Dos Gardenias o Chan Chan.

Filmografía Selecta

Performance (1970, Nicolas Roeg)
Forajidos de Leyenda (1980, Walter Hill)
La Presa (1981, Walter Hill)
Calles de Fuego (1984,Walter Hill)
París, Texas (1984, Wim Wenders)
Cocktail (1988, Roger Donaldson)
Johnny Guapo (1989, Walter Hill)
Gerónimo, una Leyenda (1993, Walter Hill)
El Último Hombre (1996, Walter Hill) 
Buena Vista Social Club (1999, Wim Wenders)

sábado, 1 de diciembre de 2012

Lo que queda del día


O el precio del silencio

¿A qué profundidad se puede enterrar un sentimiento para mantener un discurso interno coherente con el paso del tiempo? ¿Años? ¿Décadas? ¿Toda una vida? Experimentar el desasosiego de descubrir que se han tomado las decisiones equivocadas, encarar esa terrible pérdida, reencontrarte con ese sufrimiento, tomar el té con él y marcharte sin modificar el gesto. No se me ocurre una mejor definición de drama.
Ese nudo en la garganta que la circunstancia no te permite desenmarañar. Una lástima. Otra vez esa sensación de estar cerca de hacer algo verdadero por una vez en la vida y otra vez el desencanto que sucede al fracaso, acrecentado por un deseo alimentado durante años.
¿Así es la vida? Así de puta puede llegar a ser.

"Lo que queda del día" (James Ivory, 1993) cuenta la historia del Sr. Stevens, un impecable mayordomo al servicio de Lord Darlington (James Fox) durante el periodo que separa a los dos grandes conflictos bélicos del s. XX. La historia se nos narra a través de dos hilos conductores que se entrelazan. El primero de ellos nos sitúa a finales de los años '50 cuando el Sr. Stevens realiza un viaje de reencuentro con su propio pasado, y el segundo es un largo flashback que nos relata la vida en la mansión inglesa durante el período de entreguerras a través de los ojos del mayordomo y su ama de llaves. Como telón de fondo se asiste a importantes reuniones diplomáticas en las que se dilucida el futuro de Europa y del mundo.
Ivory nos ofrece una realización tan elegante y contenida como el propio personaje protagonista. Narrada con gran pulso, las historias presente y pasada se funden en el momento adecuado para generar un clímax que resulta natural, nunca impostado. La cinta cuenta, además, con la fantástica banda sonora de Richard Robbins que genera una atmósfera de incertidumbre muy lograda y subraya con acierto los momentos cumbre.

Miss Kenton y Mr. Stevens
Tanto Anthony Hopkins como Emma Thompson nos brindan dos interpretaciones verdaderamente magistrales. En el caso del actor galés, bien podría tratarse de su mejor trabajo y eso son palabras mayores. Ambos son personajes con un exacerbado sentido del deber – llevado al extremo en el caso del mayordomo – herméticos y sin vida personal. Se puede divagar en torno a la cobardía del Sr. Stevens, achacar su frialdad a la falta de agallas, pero la sensación que termina dejando su personaje es la de un ser humano que no conoce esa forma de comunicación íntima.
¿Qué ocurre cuando el "lenguaje" aprendido no está habilitado para expresar sentimientos? ¿Cómo se cuenta una historia de amor a través de personajes que sólo conocen ese "lenguaje"?
"Lo que queda del día" es una muestra única. Consigue manifestar torrentes de pasión a través de un silencio, una palabra no dicha, una mirada esquiva o una mano huérfana. Es la sublimación del subtexto.

La abdicación sentimental del protagonista en pos del deber engarza con la renuncia a la defensa de una ética individual en el terreno político del que es testigo directo. Una autonegación en ambas esferas que con la perspectiva del tiempo termina por hacer mella en su conciencia.
A lo largo de la cinta queda patente la idea de que arrastramos nuestras decisiones durante toda la vida, que no hay posibilidad de desandar lo andado y que sólo queda reconciliarse con uno mismo o padecer. La madurez y el paso del tiempo le ofrecen al protagonista la posibilidad de aceptar los propios errores y absorberlos. Lo más amargo del drama – y también lo más digno – es agachar la cabeza, reconocer aquello que no supo hacerse y seguir adelante. Lo que queda de vida se puede caminar con ese halo de integridad que te proporciona el autoconocimiento, pues la constatación de una intuición larvada es siempre un desahogo.
El epílogo simbólico de la cinta supone un ejercicio de estilo que, en opinión de un servidor, la corona como una de las obras imprescindibles de los '90.

Y – qué coño – además sale Supermán.

Anthony Hopkins es James Stevens
Emma Thompson es Miss Kenton
Christopher Reeve es Jack Lewis


James Fox es Lord Darlington




 

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